Porque a veces no sobran las palabras, ni las bonitas... ni las feas.
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sábado, 22 de agosto de 2009

La colada de la morena

Una vez más, como tantas anteriores, se asomó al balcón para verles partir y agitar un pañuelito en el aire para darles la despedida. A pesar de lo repetitivo de esa escena que se reproducía de modo periódico, algo había cambiado en ella que la hacía vivirla ahora, más que nunca, con una profunda e intensa pena. La diferencia podía apreciarse a simple vista, y estribaba en el hecho de que el tiempo corre inexorable y que los años comenzaban a pesarle. Era ya una anciana. Estaba vieja, arrugada, y se sentía cada día un poco más cansada, sobre todo desde aquella caída que le partió el hombro y la sometió a una operación. Si su cabello no se veía totalmente cano era gracias al tinte oscuro que lo devolvía a ese color del que en un pasado disfrutó de modo natural. Era una verdad y un hecho, algo que difícil, pero necesariamente, debía aceptar.

Finalmente, el coche tomó una curva y se perdió de vista. Aún así, siguió despidiéndose unos instantes más, ante aquella calle vacía y ese cielo que amenazaba lluvia. Apenas diez minutos antes, se lamentaba ante los ocupantes del vehículo: "Cada vez me duele más cuando os marcháis. Siempre se hace tan corto...". "Sé valiente, ita, eso es lo que tú siempre me decías cuando era pequeña", le recordaba su nieta. "Sí..., pero eso era antes, cuando todos éramos más jovenes", razonaba.

Cerró la ventana y miró tras de sí, a esa casa que estaba oscura y silenciosa. Había labores que hacer, al fin y al cabo. Tomó del cuarto de baño las camisas de su marido, la ropa interior de ambos, su camisón usado y las sábanas de las camas donde habían dormido aquellos que acababan de dejarla atrás, y las metió en la lavadora. Sólo esperaba que finalmente no lloviese, ¿cómo iba a secarse todo aquello si no?

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