Porque a veces no sobran las palabras, ni las bonitas... ni las feas.
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miércoles, 8 de febrero de 2012

Once kilómetros

Echó a caminar sola, dando comienzo a un largo paseo. Apenas llevaba unos pasos cuando fue consciente de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que vio el mar. Aquella tarde, un frío sol de invierno iluminaba las calles, y los edificios se beneficiaban de esa luz melosa del atardecer que repercutía contra sus fachadas. El ensanche izquierdo barcelonés concentraba la esencia de un pueblo en un barrio de gran ciudad, en el que desfilaban las pequeñas peluquerías, las tiendas de ultramarinos y donde un frutero iba poniendo fresas en la mano de un niño mientras le propinaba palabras cariñosas en catalán. Desde Avenida de Roma se adentró en la calle Aragón. Pasó delante de Los Salesianos de Llúria a la hora de la salida del colegio, y la acera se llenó de niños insolentes que gritaban complacidos por sus juegos y obstruían el paso a los viandantes. Cuando alcanzó la torre Agbar se sorprendió de lo mucho que había caminado, y comenzó el descenso hacia el mar hasta que alcanzó a verlo, iluminado por una luna llena enorme y con la orilla salpicada de olas que rompían con bravura, elevando un penacho de espuma blanca. El anochecer había bajado las temperaturas hasta el extremo de que estaba pasando frío, y los corredores se alejaban dispuestos a dar por concluido su afán deportivo. Aún así, tozuda, atravesó la Barceloneta y se adentró en el barrio Gótico, donde un borracho orinaba con prisas y sin vergüenza contra una esquina. Dejó atrás la sordidez de las oscuras callejuelas y vino a acabar a la Puerta del Ángel, corazón comercial de la urbe. Decidió que era hora de volver a casa, y lo hizo con el convencimiento de que la alegría y una clase de felicidad extraña, tímida, estaban colándose de nuevo en su vida.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Agua fresca de La Toja

La botella de colonia continuaba estando, como siempre, en la repisa del cuarto del baño, acumulando ácaros. "La Toja", rezaba su etiqueta, amarilleada por el paso del tiempo. Qué malos recuerdos le traía aquel frasco, cómo odiaba la visión de aquel líquido que lo llenaba hasta la mitad. Casi repugnada, quitó el tapón y lo olió. El latigazo de dolor fue instantáneo y, sin pensárselo, corrió hasta la ventana y lanzó el frasco con todas sus fuerzas al vacío, hasta que lo escuchó estrellarse contra el cemento, hasta que lo vió fragmentarse en mil pedazos. Tendría que haberlo destruido hace mucho.

Sólo tenía once años cuando acompañó a su madre al médico, "una mera revisión rutinaria". Recordaba la sala de espera ginecológica atestada de mujeres, las revistas manoseadas, las sillas incómodas, y a su madre, sentada a su derecha, hojeando el informe que acababan de entregarle con gesto de preocupación. Cuando por fin llegó su turno, al ceñudo doctor le bastó un sólo y rápido vistazo al papel para dar, con cara fúnebre, el diagnóstico: "Padeces cáncer de útero". Ella no entendió qué significaba aquello, pero su madre se echó a llorar instantáneamente, y ella, por el susto, y tal vez por la súbita compresión de que algo no marchaba como debía, también.

En la clínica de La Milagrosa, su abuela solía lavar a la recién operada con una esponjita que mojaba en agua cálida y jabonosa. Le refrescaba el rostro, el pecho y las axilas, y le peinaba el cabello. Cuando había terminado, cogía el frasco de La Toja, que habían comprado en sus últimas vacaciones a Galicia, y le aplicaba a la convaleciente una generosa cantidad por su cuello y por el camisón limpio. Su habitación siempre tenía aquel peculiar olor. Un aroma que la niña siempre asociaría a enfermedad, a tristeza, a días terribles de hospital.

No le entraba en la cabeza cómo aquel frasco había podido permanecer en su cuarto de baño durante tantos años, inutilizado, pero como viva representación de una época dolorosa. Estampado contra la calle era el estado al que debía haberse visto conminado desde el preciso momento en que su madre recibió el alta.

viernes, 16 de octubre de 2009

La ciencia de... ¿qué?

Muy pagada de sí misma, solía comentar haciendo aplomo de seguridad y de lógica aplastante, tan aplastante que ya no era ni lógica, que para enamorarse hay que llegar a conocer muy bien a la otra persona, saber sus gustos y aficiones, compartir su forma de pensar y de ver el mundo, vivir experiencias juntos, que exista atracción, que del roce nace el cariño, y del cariño se pasa al amor, y que todo lo demás es simple "enchochamiento" y, al fin y al cabo, pasión desmedida, y a la larga una pérdida de tiempo y un gasto innecesario de fluídos, con la sequía que se avecina. Y con esta perorata se solucionaban todos los problemas y se justificaba aquel reguero de caras que transcurrían por la vida de uno, si acaso dejando una marca casi siempre deleble.


Sin embargo, tal vez el sistema sea otro. Puede ocurrir que dos personas se vean por primera vez y ya no puedan olvidar jamás cómo fue aquel primer contacto, que ni siquiera fue físico. Que se sonrían, que conversen, que se besen, que el flechazo sea instantáneo, el enamoramiento, imparable, y que a medida que se van descubriendo mutuamente lo único que hagan sea confirmar que nacieron para estar el uno al lado del otro. ¿Difícil? Infinitamente. ¿Posible? Sí. ¿Bueno? Lo mejor. Un motivo para creer en el destino.


No hay reglas válidas para los sentimientos del ser humano. El odio, la envidia, la admiración, no admiten ciencia válida alguna, por mucho que psicólogos, médicos, filósofos y poetas intenten encontrarles la medida, darles la vuelta y etiquetarlos, con una pegatina y un rotulador bien gordos. Cada caso bien merecería su propia tesina.


¿Te apetece soñar despierto conmigo?

sábado, 22 de agosto de 2009

La colada de la morena

Una vez más, como tantas anteriores, se asomó al balcón para verles partir y agitar un pañuelito en el aire para darles la despedida. A pesar de lo repetitivo de esa escena que se reproducía de modo periódico, algo había cambiado en ella que la hacía vivirla ahora, más que nunca, con una profunda e intensa pena. La diferencia podía apreciarse a simple vista, y estribaba en el hecho de que el tiempo corre inexorable y que los años comenzaban a pesarle. Era ya una anciana. Estaba vieja, arrugada, y se sentía cada día un poco más cansada, sobre todo desde aquella caída que le partió el hombro y la sometió a una operación. Si su cabello no se veía totalmente cano era gracias al tinte oscuro que lo devolvía a ese color del que en un pasado disfrutó de modo natural. Era una verdad y un hecho, algo que difícil, pero necesariamente, debía aceptar.

Finalmente, el coche tomó una curva y se perdió de vista. Aún así, siguió despidiéndose unos instantes más, ante aquella calle vacía y ese cielo que amenazaba lluvia. Apenas diez minutos antes, se lamentaba ante los ocupantes del vehículo: "Cada vez me duele más cuando os marcháis. Siempre se hace tan corto...". "Sé valiente, ita, eso es lo que tú siempre me decías cuando era pequeña", le recordaba su nieta. "Sí..., pero eso era antes, cuando todos éramos más jovenes", razonaba.

Cerró la ventana y miró tras de sí, a esa casa que estaba oscura y silenciosa. Había labores que hacer, al fin y al cabo. Tomó del cuarto de baño las camisas de su marido, la ropa interior de ambos, su camisón usado y las sábanas de las camas donde habían dormido aquellos que acababan de dejarla atrás, y las metió en la lavadora. Sólo esperaba que finalmente no lloviese, ¿cómo iba a secarse todo aquello si no?

Salt Coke Company

Se comió las natillas con un tenedor, introduciendo las rastas en un vaso de agua cada vez que se inclinaba en sus intentos por meterse la pasta amarillenta en la boca. Cuando estuvo saciado, abrió su cartera de felpa y sacó dos monedas de tres euros. Compró una lata de Salt Coke en la máquina y estaba tan, tan sediento que enseguida se introdujo los 330 mililitros por la nariz. Le burbujeaban los ojos, lo cual resultó un grave impedimento para ver la pantalla del ordenador. Desesperado, se levantó de su catamarán y se dirigió al médico en pony. Azuzó al animal hasta que éste dio el máximo de sí, por lo que llegaron a alcanzar los 840 metros por segundo. Durante el viaje, látigo en mano y máscara de gas en cara, ya había tomado la decisión de denunciar por intento de asesinato gaseoso via ocular a la Salt Coke & Other Refreshing Stuff Company.

En cuanto llegó al hospital tuvo la suerte de ser atendido. "Pase al vagón cinco", le dijeron. Allí le esperaba el médico con su clásico traje flúor, que consultó en su bola de cristal cuál sería el mejor remedio para su aflición. "Túmbese en el suelo, boca abajo, y bájese los pantalones", le ordenó, cabizbajo de preocupación. Le realizaron un masaje en las nalgas que descongestionó su sistema y le dio gustirrinín.

Cuando se levantó, se le habían caído las rastas: efectos secundarios de ser manoseado en partes pudendas. "Salt Coke Company, prepárate. Esto no ha hecho más que empezar", pensó furioso.