Porque a veces no sobran las palabras, ni las bonitas... ni las feas.
RSS

lunes, 2 de noviembre de 2009

Agua fresca de La Toja

La botella de colonia continuaba estando, como siempre, en la repisa del cuarto del baño, acumulando ácaros. "La Toja", rezaba su etiqueta, amarilleada por el paso del tiempo. Qué malos recuerdos le traía aquel frasco, cómo odiaba la visión de aquel líquido que lo llenaba hasta la mitad. Casi repugnada, quitó el tapón y lo olió. El latigazo de dolor fue instantáneo y, sin pensárselo, corrió hasta la ventana y lanzó el frasco con todas sus fuerzas al vacío, hasta que lo escuchó estrellarse contra el cemento, hasta que lo vió fragmentarse en mil pedazos. Tendría que haberlo destruido hace mucho.

Sólo tenía once años cuando acompañó a su madre al médico, "una mera revisión rutinaria". Recordaba la sala de espera ginecológica atestada de mujeres, las revistas manoseadas, las sillas incómodas, y a su madre, sentada a su derecha, hojeando el informe que acababan de entregarle con gesto de preocupación. Cuando por fin llegó su turno, al ceñudo doctor le bastó un sólo y rápido vistazo al papel para dar, con cara fúnebre, el diagnóstico: "Padeces cáncer de útero". Ella no entendió qué significaba aquello, pero su madre se echó a llorar instantáneamente, y ella, por el susto, y tal vez por la súbita compresión de que algo no marchaba como debía, también.

En la clínica de La Milagrosa, su abuela solía lavar a la recién operada con una esponjita que mojaba en agua cálida y jabonosa. Le refrescaba el rostro, el pecho y las axilas, y le peinaba el cabello. Cuando había terminado, cogía el frasco de La Toja, que habían comprado en sus últimas vacaciones a Galicia, y le aplicaba a la convaleciente una generosa cantidad por su cuello y por el camisón limpio. Su habitación siempre tenía aquel peculiar olor. Un aroma que la niña siempre asociaría a enfermedad, a tristeza, a días terribles de hospital.

No le entraba en la cabeza cómo aquel frasco había podido permanecer en su cuarto de baño durante tantos años, inutilizado, pero como viva representación de una época dolorosa. Estampado contra la calle era el estado al que debía haberse visto conminado desde el preciso momento en que su madre recibió el alta.

viernes, 16 de octubre de 2009

La ciencia de... ¿qué?

Muy pagada de sí misma, solía comentar haciendo aplomo de seguridad y de lógica aplastante, tan aplastante que ya no era ni lógica, que para enamorarse hay que llegar a conocer muy bien a la otra persona, saber sus gustos y aficiones, compartir su forma de pensar y de ver el mundo, vivir experiencias juntos, que exista atracción, que del roce nace el cariño, y del cariño se pasa al amor, y que todo lo demás es simple "enchochamiento" y, al fin y al cabo, pasión desmedida, y a la larga una pérdida de tiempo y un gasto innecesario de fluídos, con la sequía que se avecina. Y con esta perorata se solucionaban todos los problemas y se justificaba aquel reguero de caras que transcurrían por la vida de uno, si acaso dejando una marca casi siempre deleble.


Sin embargo, tal vez el sistema sea otro. Puede ocurrir que dos personas se vean por primera vez y ya no puedan olvidar jamás cómo fue aquel primer contacto, que ni siquiera fue físico. Que se sonrían, que conversen, que se besen, que el flechazo sea instantáneo, el enamoramiento, imparable, y que a medida que se van descubriendo mutuamente lo único que hagan sea confirmar que nacieron para estar el uno al lado del otro. ¿Difícil? Infinitamente. ¿Posible? Sí. ¿Bueno? Lo mejor. Un motivo para creer en el destino.


No hay reglas válidas para los sentimientos del ser humano. El odio, la envidia, la admiración, no admiten ciencia válida alguna, por mucho que psicólogos, médicos, filósofos y poetas intenten encontrarles la medida, darles la vuelta y etiquetarlos, con una pegatina y un rotulador bien gordos. Cada caso bien merecería su propia tesina.


¿Te apetece soñar despierto conmigo?

sábado, 22 de agosto de 2009

La colada de la morena

Una vez más, como tantas anteriores, se asomó al balcón para verles partir y agitar un pañuelito en el aire para darles la despedida. A pesar de lo repetitivo de esa escena que se reproducía de modo periódico, algo había cambiado en ella que la hacía vivirla ahora, más que nunca, con una profunda e intensa pena. La diferencia podía apreciarse a simple vista, y estribaba en el hecho de que el tiempo corre inexorable y que los años comenzaban a pesarle. Era ya una anciana. Estaba vieja, arrugada, y se sentía cada día un poco más cansada, sobre todo desde aquella caída que le partió el hombro y la sometió a una operación. Si su cabello no se veía totalmente cano era gracias al tinte oscuro que lo devolvía a ese color del que en un pasado disfrutó de modo natural. Era una verdad y un hecho, algo que difícil, pero necesariamente, debía aceptar.

Finalmente, el coche tomó una curva y se perdió de vista. Aún así, siguió despidiéndose unos instantes más, ante aquella calle vacía y ese cielo que amenazaba lluvia. Apenas diez minutos antes, se lamentaba ante los ocupantes del vehículo: "Cada vez me duele más cuando os marcháis. Siempre se hace tan corto...". "Sé valiente, ita, eso es lo que tú siempre me decías cuando era pequeña", le recordaba su nieta. "Sí..., pero eso era antes, cuando todos éramos más jovenes", razonaba.

Cerró la ventana y miró tras de sí, a esa casa que estaba oscura y silenciosa. Había labores que hacer, al fin y al cabo. Tomó del cuarto de baño las camisas de su marido, la ropa interior de ambos, su camisón usado y las sábanas de las camas donde habían dormido aquellos que acababan de dejarla atrás, y las metió en la lavadora. Sólo esperaba que finalmente no lloviese, ¿cómo iba a secarse todo aquello si no?

Salt Coke Company

Se comió las natillas con un tenedor, introduciendo las rastas en un vaso de agua cada vez que se inclinaba en sus intentos por meterse la pasta amarillenta en la boca. Cuando estuvo saciado, abrió su cartera de felpa y sacó dos monedas de tres euros. Compró una lata de Salt Coke en la máquina y estaba tan, tan sediento que enseguida se introdujo los 330 mililitros por la nariz. Le burbujeaban los ojos, lo cual resultó un grave impedimento para ver la pantalla del ordenador. Desesperado, se levantó de su catamarán y se dirigió al médico en pony. Azuzó al animal hasta que éste dio el máximo de sí, por lo que llegaron a alcanzar los 840 metros por segundo. Durante el viaje, látigo en mano y máscara de gas en cara, ya había tomado la decisión de denunciar por intento de asesinato gaseoso via ocular a la Salt Coke & Other Refreshing Stuff Company.

En cuanto llegó al hospital tuvo la suerte de ser atendido. "Pase al vagón cinco", le dijeron. Allí le esperaba el médico con su clásico traje flúor, que consultó en su bola de cristal cuál sería el mejor remedio para su aflición. "Túmbese en el suelo, boca abajo, y bájese los pantalones", le ordenó, cabizbajo de preocupación. Le realizaron un masaje en las nalgas que descongestionó su sistema y le dio gustirrinín.

Cuando se levantó, se le habían caído las rastas: efectos secundarios de ser manoseado en partes pudendas. "Salt Coke Company, prepárate. Esto no ha hecho más que empezar", pensó furioso.

viernes, 7 de agosto de 2009

La colada de la rubia

Echó detergente en la cubeta y la llenó de agua templada. Después, uno a uno y con mucha más delicadeza de la necesaria, fue metiendo sus tanguitas. Los había de todas clases: de leopardo, de hilo, de satén rojo, de encaje negro, con estampado de flores... Los miró con una ternura rayana en lo infantil. Una mujer como ella no podía descuidar su ropa interior. Era alta, rubia, con una cara de muñeca y, lo más importante, con las tetas muy buen puestas. No era difícil que un sábado acabase en cama ajena, o en propia acompañada.

Comenzó a frotar la ropa. El último día que salió recordaba haber conocido a tres chicos. Todos morenos, bronceados y con ropa de marca. Estaban muy musculados y eran simpáticos, portadores de esa altivez y seguridad en uno mismo que revela que el éxito con las mujeres es la costumbre. Dos no estaban tan mal; quizás demasiado simplones. Desafortunadamente, se le insinuó a lo largo de toda la noche el más bajito y narizón, que estaba despechado porque su novia había roto con él. Insufrible. No se fue con ninguno. Pero recordaba llevar puesto, debajo del vestido, un ajustado tanga frambuesa.

Dejó que el agua fresca eliminara los restos de espuma de su ropa. Su amiga y ella se habían agarrado una buena cogorza aquella noche. Entre las dos, una botella de Ballantines, sin consideración ninguna, pero con bastante Coca-cola. No entendía cómo había logrado llegar a casa. Tampoco cómo ni por qué lo había hecho sin estar acompañada de ninguno los tres.

Escurrió sus tanguitas y comenzó a tenderlos. "Conoceréis mejores ocasiones. Pronto", les dijo.

jueves, 30 de julio de 2009

La mano del sinvergüenza

Caminaba con una falda vaporosa bajo ese calor pegajoso de una noche madrileña de julio, atravesando despreocupada esa madrugada de barrenderos que mojan las calles con sus mangueras y coches que se apresuran por Recoletos creyéndose los reyes de la pista. Fue cruzando un paso de cebra en la plaza de Cibeles cuando la sintió claramente, pesada y cálida. La mano de un total sinvergüenza le estaba tocando el culo. Y, para colmo, sólo pudo limitarse a sonreírle y a prometerle que escribiría sobre lo que acababa de hacer. ¡Muy bonito!

miércoles, 29 de julio de 2009

La falsa musa

-No. No es esto lo que buscamos. Estas letras, estos ritmos..., en fin, que estas canciones no casan nada con el espíritu de nuestra compañía.





Esmirriado, afeminado e infinitamente cabrón, así era el representante de la discográfica que Juan tenía delante de sus ojos y que estaba esfumando, de un plumazo y sin ningún miramiento, todos sus sueños y ambiciones. Se balanceaba con parsimonia en una silla de cuero negro, con los dedos entrecruzados sobre su estómago y sin molestarse en alzar la vista de sus papeles, con esa clara actitud que invita a uno a irse a la mierda. “Pues yo tampoco estoy para contemplaciones”, se dijo el joven; se colgó a la espalda su guitarra enfundada y salió por la puerta, con portazo y sin decir adiós, intentando guardar una dignidad que ya hacía minutos que había perdido entre ruegos y lamentos. Si nos les gustaba su música a esos que alardeaban de promocionar a poperos manidos, bien, se iría con ella a otra parte.






Bajó a la calle. Se le antojó un lugar feo, un sitio donde mejor no estar y que apestaba a artista rancio, de modo que se alejó rápidamente, maldiciendo, hasta que sus pies fueron a dar antes que él con un tugurio de Malasaña. Era uno de esos locales pequeños con paredes pintadas de negro, barras pegajosas y cuartos de baño de azulejos rotos y cajas de condones en las paredes. Se sentó apesumbrado, con una cerveza en una mano, y todas sus aspiraciones perdidas en la otra.






No entendía qué había pasado. Sus temas le encantaban a la gente, todo el mundo lo aclamaba como el mejor. El público vibraba cuando él entonaba sus composiciones, incluso en esas fiestas personales en las que obligan a uno a sacar la guitarra y amenizar el cotarro. Sin embargo, hacía unos meses que algo había cambiado. Cogía su guitarra, se preparaba para la primera nota y... nada. Su mente se quedaba en blanco; los dedos, paralizados; las cuerdas, frías. Dos cervezas más tarde tuvo que admitirlo: la inspiración brillaba por su ausencia. ¿Por qué? No tenía problemas con los amigos, ni con el dinero, ni con la familia. Era guapo, ligaba a menudo. Se divertía siempre que salía. Otra birra más, y encontró la causa. Era ella. Esa chica. Desde que la había conocido, no era capaz de escribir. Su simple presencia lo enmudecía. Apenas podía creer que en aquello en lo que tantos artistas encuentran su musa, él sólo hubiese hallado desolación.






Se había enamorado.

sábado, 18 de julio de 2009

De regalo, adónde tú quieras

"De regalo... De regalo te llevo ¡adónde tú quieras!".


Le hizo ilusión que él le dijese estas palabras. Seguramente fueran ciertas. Quería creer que lo eran. Las había pronunciado mientras la sostenía de la mano, sentados como estaban en un banco a la sombra del parque, y todos sabemos que prometer algo sosteniendo la mano de una mujer es sinónimo de que se piensa cumplirlo. Nunca había estado en Japón. Le gustaría ver a las geishas, esas putas (¿eran putas?) de caras blancas y quimonos bordados tan caros, que el precio de uno sólo de aquellos especiales atuendos le valdría para hacerse por fin con un coche. Claro que primero tendría que aprender a conducir. Y el pescado crudo era harina de otro costal. Tampoco había estado en el Caribe. Su nívea piel agradecería unos rayos de sol, y su garganta unos mojitos. Era abstemia, ¡qué contenta se pondría con un par de mojitos! Una amiga a la que le gustaba mucho viajar le había contado maravillas de Rusia. Por supuesto se haría antes con un buen abrigo largo, de esos que te tapan el culo e impiden que los catarros te sorprendan por los riñones, y con un gorro peludo que le cubriera las orejas. Se imaginó a sí misma botando dentro de la bolsa marsupial de un canguro por la estepa australiana. Esa imagen absurda le hizo sonreír.


Saliendo de su ensimismamiento, dejó de observar a los perros que vagabundeaban por el parque, olisqueándose los unos a los otros, y lo miró a él, a su mono azul y a su pelo moteado de pintura blanca. Se dio cuenta de que todas sus ideas eran caras y que, a pesar del entusiasmo de las palabras que habían augurado que su cumpleaños iba a ser fabuloso, el humilde trabajo de su novio no les permitiría salir de España.


En Teruel no había estado. Por supuesto que no, Teruel no existe, es lo que dice la gente, ¡qué tontería! ¿Y si le proponía Andalucía? Buen tiempo, gente agradable, pescaíto y tinto de verano en una terraza. Mucho tinto de verano. ¡Pero qué contenta se pondría! Él la habló:


-Bueno, cariño, ¿qué? ¿No me dices nada? De regalo, ¡adónde tú quieras! Así que, dime, ¿dónde quieres que cenemos? Qué te apetece más, ¿pizza o hamburguesa?

miércoles, 24 de junio de 2009

Dos tiramisús, gracias.

La extraña pareja almorzaba en una mesa junto a un ventanal de cara a la Gran Vía madrileña. El sol calentaba las aceras y atormentaba a los sudorosos transeúntes que se afanaban en seguirle el paso a la tarde. Los comensales, un hombre y una mujer de mediana edad, tenían en realidad un aspecto banal, constituido por físicos mediocres y ropas discretas. Lo que llamaba la atención era su actitud. El hombre parecía dejar vagar su visión por la calle, por los coches, por las gentes. Pero si se prestaba atención, uno se daba cuenta de que era ciego, no de los que nacen en tal estado, sino de los que ha adquirido su discapacidad a lo largo de su vida, ya que mantenía su mirada fija y serena, sin tornamiento de ojos en blanco, sin necesidad de usar gafas oscuras. De ambos, sólo él hablaba.
- Mi jefe me ha dicho que no puedo seguir haciendo tantas cosas. Dice que me voy a caer. Que no soy capaz.
Ella sí veía detrás de sus gafitas de pasta y lo observaba con ternura y atención. Tomó la mano de él con las suyas, delicadamente, con deleite, y comenzó a hacer una serie de signos de modo rápido y casi automático, golpeando su palma y sus finos dedos contra la piel del hombre. Opinando por medio del tacto. Era muda.
- A veces me siento muy solo. Y muy triste. ¿No te sientes tú así a veces?
Ella propinó un par de golpecitos cariñosos contra el brazo de él. "Sí".
El camarero se acercó a la mesa, ¿han acabado los señores? Ella le habló a su acompañante por medio de las manos, ante la atónita mirada del tercero. "Sí, hemos acabado", respondió el invidente. ¿Desean postre? Regresó con una carta de tartas y helados y se la ofreció a la chica, que la hojeó rápidamente y respondió con voz tímida: "Dos tiramisús, gracias".
No era muda: usaba el tacto para conversar con él porque, además de ciego, aquel hombre también era sordo, a pesar de lo cual era capaz de conversar midiendo sus palabras y su entonación, como si en el pasado sí hubiera poseído ese sentido.
El perro guía, negro y grandullón, dormía la siesta a los pies de su dueño. Fuera, la Gran Vía, sus teatros, sus cines, sus tiendas, seguían su ritmo bajo ese caluroso día de verano.

domingo, 14 de junio de 2009

Fuegos artificiales

Mientras él ya se había acostado, el viento seguía soplando furiosamente sobre la ciudad y ella contemplaba, sola y desde la ventana de su habitación, aquellos fuegos artificiales de unas fiestas que no habían disfrutado y que desafiaban a la tormenta que estaba a punto de estallar sobre aquella noche fría de junio. Las luces de la calle se apagaron súbitamente. La luz dentro de ella ya hacía horas que había muerto.

miércoles, 28 de enero de 2009

Chocolate con leche

Mientras me introducía una onza de cremoso chocolate en la boca, medité sobre ello. "Dicen que el chocolate es sustitutivo del sexo, que tiene endorfinas que te hacen estar feliz". Yo había tenido mucho sexo hacía unas horas, y sin embargo comer chocolate se me asemejaba a una irresistible y deliciosa necesidad. ¿Sería que estaba faltísima de felicidad? ¿Que mi cuerpo no fabricaba las puñeteras endorfinas, o que tal vez se me escapaban por los poros?

Me preguntaba qué ocurría en el caso de esas personas que comen mucho chocolate y que hacen mucho el amor. Tal vez acababan intoxicadas, en un estado febril de agónica euforia.

Y aquellas que no tenían ni una cosa, ni la otra... Seguro que vivían amargados. Pero no por la falta de endorfinas, no, sino porque el sexo es un placer. O comer chocolate. O ambos, yo qué sé.

El caso es que me estaba poniendo morada de chocolate con leche, y entonces, sonó el teléfono. Lo dejé sonar unas cuantas veces, para hacerme la interesante, la ocupada, en aquella tarde rara e improductiva.

¿Sí?, pregunté. Y aquella voz ronca me contestó, sólo como esa voz ronca sabe hacerlo, para decirme que había habido un pequeño percance, que las cosas no habían salido como tenían que salir, y a partir de ahí, aunque yo no lo sabía, mi vida dió un giro de 180 grados.

lunes, 19 de enero de 2009

Es curioso

Es curioso cómo, a veces, una mirada puede valer más que mil palabras, y como en otras ocasiones se pronuncian mil palabras, pero la mirada permanece muda.

Y cómo puedes encontrarte rodeado de un grupo de gente y sentirte auténticamente solo, y como a veces en soledad te sientes en la mejor compañía.

Y que a veces nieve y hiele fuera, pero sintamos calor dentro de nosotros mismos.

Y que en ocasiones las decisiones más trascendentales las tomemos a bocajarro, y para las más banales invirtamos un valioso tiempo.




Y ante todo, es curioso que de todas las frases que exhala una boca, a veces, sólo a veces, justo la que se calla sea la que más deseamos escuchar...

viernes, 2 de enero de 2009

Nochevieja

Colocó las 12 uvas ante sí, alineadas en dos filas paralelas sobre el mantel blanco que cubría la mesa. Tomó una y la rajó con sus dedos por la mitad, extrayendo las pepitas con la uña. Tomó la siguiente y, una por una, repetió el procedimiento hasta completar las 12. No soportaba morder pepitas cuando las masticaba con prisa en su afán por engullirlas al ritmo de las campanadas. Sólo cuando posó la última de las uvas ultrajadas junto al resto se percató del aspecto de sus manos, que siempre la sorprendía a pesar de los largos años que ya habían pasado desde que se tornaran así: manchadas, arrugadas, de hombrunos dedos gruesos y aparencia basta. Entrelazó los dedos y colocó las manos resolutivamente en su regazo, escondiéndolas del mundo. No dejaban de avergonzarla después de lo bonitas que habían sido.


Y fue entonces cuando alzó la vista y los vió a todos, reunidos alrededor de la mesa, hablando a voces, excitados por la llegada inminente e inexorable, sobre todo inexorable, de un nuevo año. Su familia, "la semilla de su vientre", como a ella le gustaba decir. Su marido, colorado por el vino, clamaba vender su alma por un buen puro. Sus nietos, más allá, estaban de pie bailoteando como locos y sus hijas, sus preciosas hijas, avisaban de que los cuartos acababan de empezar.


Y un nuevo año llegó, como tantos a sus espaldas, bañado por sidra, por aplausos, besos y abrazos, por los nietos mayores que a la una de la mañana escapan por la puerta, por la nieta pequeña que se queda, pero que pronto, muy pronto, crecerá y también volará a celebrar la Nochevieja hasta la hora del desayuno, y por ella misma, y todos ellos, que recibían con exquisita emoción una nueva tanda de 365 días, flamantes y por estrenar.