Porque a veces no sobran las palabras, ni las bonitas... ni las feas.
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miércoles, 24 de junio de 2009

Dos tiramisús, gracias.

La extraña pareja almorzaba en una mesa junto a un ventanal de cara a la Gran Vía madrileña. El sol calentaba las aceras y atormentaba a los sudorosos transeúntes que se afanaban en seguirle el paso a la tarde. Los comensales, un hombre y una mujer de mediana edad, tenían en realidad un aspecto banal, constituido por físicos mediocres y ropas discretas. Lo que llamaba la atención era su actitud. El hombre parecía dejar vagar su visión por la calle, por los coches, por las gentes. Pero si se prestaba atención, uno se daba cuenta de que era ciego, no de los que nacen en tal estado, sino de los que ha adquirido su discapacidad a lo largo de su vida, ya que mantenía su mirada fija y serena, sin tornamiento de ojos en blanco, sin necesidad de usar gafas oscuras. De ambos, sólo él hablaba.
- Mi jefe me ha dicho que no puedo seguir haciendo tantas cosas. Dice que me voy a caer. Que no soy capaz.
Ella sí veía detrás de sus gafitas de pasta y lo observaba con ternura y atención. Tomó la mano de él con las suyas, delicadamente, con deleite, y comenzó a hacer una serie de signos de modo rápido y casi automático, golpeando su palma y sus finos dedos contra la piel del hombre. Opinando por medio del tacto. Era muda.
- A veces me siento muy solo. Y muy triste. ¿No te sientes tú así a veces?
Ella propinó un par de golpecitos cariñosos contra el brazo de él. "Sí".
El camarero se acercó a la mesa, ¿han acabado los señores? Ella le habló a su acompañante por medio de las manos, ante la atónita mirada del tercero. "Sí, hemos acabado", respondió el invidente. ¿Desean postre? Regresó con una carta de tartas y helados y se la ofreció a la chica, que la hojeó rápidamente y respondió con voz tímida: "Dos tiramisús, gracias".
No era muda: usaba el tacto para conversar con él porque, además de ciego, aquel hombre también era sordo, a pesar de lo cual era capaz de conversar midiendo sus palabras y su entonación, como si en el pasado sí hubiera poseído ese sentido.
El perro guía, negro y grandullón, dormía la siesta a los pies de su dueño. Fuera, la Gran Vía, sus teatros, sus cines, sus tiendas, seguían su ritmo bajo ese caluroso día de verano.

domingo, 14 de junio de 2009

Fuegos artificiales

Mientras él ya se había acostado, el viento seguía soplando furiosamente sobre la ciudad y ella contemplaba, sola y desde la ventana de su habitación, aquellos fuegos artificiales de unas fiestas que no habían disfrutado y que desafiaban a la tormenta que estaba a punto de estallar sobre aquella noche fría de junio. Las luces de la calle se apagaron súbitamente. La luz dentro de ella ya hacía horas que había muerto.