Porque a veces no sobran las palabras, ni las bonitas... ni las feas.
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jueves, 13 de noviembre de 2008

El parque del otoño

Subí tres peldaños, uno a uno, a saltitos y con los pies juntos, y los volví a bajar de la misma manera. Observé mis zapatitos de charol rojo de la talla 32 y tras ello, alcé la vista para mirar en derredor. Los niños aún no habían llegado y un intenso viento frío barría las hojas esparcidas del otoño. Las oscuras nubes de las 5 de la tarde se amontonaban sobre las copas de los amarronados árboles y el parque estaba callado, tan mudo y tan helado como puede estar el interior de un sarcófago, en esa fea tarde de noviembre.


Volví a subir tres peldaños. "Lunes, martes, miércoles", tatareé mentalmente. Ahora iré al jueves. Subí un peldaño más. Y ahora... ¡ahora al lunes de nuevo! Junté con fuerza mis rodillas, agaché el culo para darme impulso y me lancé de nuevo al último escalón. Mi oscuro y largo cabello danzaba al compás de mis brincos sobre mis estrechos hombros. Esos zapatitos nuevos de charol comenzaban a hacerme daño. Y los niños no llegaban.


Mi mamá tampoco llegaba como cada tarde a la salida del colegio, con su bocadillo de mortadela envuelto primorosamente en papel de plata. A pesar de mi corta edad, comenzaba a sospechar que algo no iba bien en ese parque. Volví a mirar alrededor, y revisé de nuevo cualquier rastro de presencia humana entre los manchados troncos de los árboles. Nada. Nadie.


Fue entonces cuando lo sentí, porque jamás llegué a verlo. Alguien corría a mis espaldas furiosamente, y antes de poder girarme, ya me había agarrado la cabeza y puesto un pañuelo untado con una sustancia de penetrante olor en mi naricita. La otra mano me tiraba de los cabellos y a pesar de lo asustada que me sentí, y de lo mucho que quería que apareciese mi mamá, empecé a sentir un sueño tan pesado que me cubrió como una losa...


Como la losa del sarcófago que era aquella oscura tarde en la que desaparecí.