Porque a veces no sobran las palabras, ni las bonitas... ni las feas.
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miércoles, 29 de julio de 2009

La falsa musa

-No. No es esto lo que buscamos. Estas letras, estos ritmos..., en fin, que estas canciones no casan nada con el espíritu de nuestra compañía.





Esmirriado, afeminado e infinitamente cabrón, así era el representante de la discográfica que Juan tenía delante de sus ojos y que estaba esfumando, de un plumazo y sin ningún miramiento, todos sus sueños y ambiciones. Se balanceaba con parsimonia en una silla de cuero negro, con los dedos entrecruzados sobre su estómago y sin molestarse en alzar la vista de sus papeles, con esa clara actitud que invita a uno a irse a la mierda. “Pues yo tampoco estoy para contemplaciones”, se dijo el joven; se colgó a la espalda su guitarra enfundada y salió por la puerta, con portazo y sin decir adiós, intentando guardar una dignidad que ya hacía minutos que había perdido entre ruegos y lamentos. Si nos les gustaba su música a esos que alardeaban de promocionar a poperos manidos, bien, se iría con ella a otra parte.






Bajó a la calle. Se le antojó un lugar feo, un sitio donde mejor no estar y que apestaba a artista rancio, de modo que se alejó rápidamente, maldiciendo, hasta que sus pies fueron a dar antes que él con un tugurio de Malasaña. Era uno de esos locales pequeños con paredes pintadas de negro, barras pegajosas y cuartos de baño de azulejos rotos y cajas de condones en las paredes. Se sentó apesumbrado, con una cerveza en una mano, y todas sus aspiraciones perdidas en la otra.






No entendía qué había pasado. Sus temas le encantaban a la gente, todo el mundo lo aclamaba como el mejor. El público vibraba cuando él entonaba sus composiciones, incluso en esas fiestas personales en las que obligan a uno a sacar la guitarra y amenizar el cotarro. Sin embargo, hacía unos meses que algo había cambiado. Cogía su guitarra, se preparaba para la primera nota y... nada. Su mente se quedaba en blanco; los dedos, paralizados; las cuerdas, frías. Dos cervezas más tarde tuvo que admitirlo: la inspiración brillaba por su ausencia. ¿Por qué? No tenía problemas con los amigos, ni con el dinero, ni con la familia. Era guapo, ligaba a menudo. Se divertía siempre que salía. Otra birra más, y encontró la causa. Era ella. Esa chica. Desde que la había conocido, no era capaz de escribir. Su simple presencia lo enmudecía. Apenas podía creer que en aquello en lo que tantos artistas encuentran su musa, él sólo hubiese hallado desolación.






Se había enamorado.

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