Porque a veces no sobran las palabras, ni las bonitas... ni las feas.
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viernes, 2 de enero de 2009

Nochevieja

Colocó las 12 uvas ante sí, alineadas en dos filas paralelas sobre el mantel blanco que cubría la mesa. Tomó una y la rajó con sus dedos por la mitad, extrayendo las pepitas con la uña. Tomó la siguiente y, una por una, repetió el procedimiento hasta completar las 12. No soportaba morder pepitas cuando las masticaba con prisa en su afán por engullirlas al ritmo de las campanadas. Sólo cuando posó la última de las uvas ultrajadas junto al resto se percató del aspecto de sus manos, que siempre la sorprendía a pesar de los largos años que ya habían pasado desde que se tornaran así: manchadas, arrugadas, de hombrunos dedos gruesos y aparencia basta. Entrelazó los dedos y colocó las manos resolutivamente en su regazo, escondiéndolas del mundo. No dejaban de avergonzarla después de lo bonitas que habían sido.


Y fue entonces cuando alzó la vista y los vió a todos, reunidos alrededor de la mesa, hablando a voces, excitados por la llegada inminente e inexorable, sobre todo inexorable, de un nuevo año. Su familia, "la semilla de su vientre", como a ella le gustaba decir. Su marido, colorado por el vino, clamaba vender su alma por un buen puro. Sus nietos, más allá, estaban de pie bailoteando como locos y sus hijas, sus preciosas hijas, avisaban de que los cuartos acababan de empezar.


Y un nuevo año llegó, como tantos a sus espaldas, bañado por sidra, por aplausos, besos y abrazos, por los nietos mayores que a la una de la mañana escapan por la puerta, por la nieta pequeña que se queda, pero que pronto, muy pronto, crecerá y también volará a celebrar la Nochevieja hasta la hora del desayuno, y por ella misma, y todos ellos, que recibían con exquisita emoción una nueva tanda de 365 días, flamantes y por estrenar.

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