Era la oportunidad de su vida. Una entrevista que marcaría su futuro inmediato durante dos años. Trabajo asegurado recién licenciada, segundo año en un destino en el extranjero. Y era hoy.
Se levantó muy temprano y se vistió pensando en cómo le gustaría más a los entrevistadores, esas personas sin nombre, ni rostro, ni voz, pero sí con voto, pues iban a decidir su destino. Se maquilló más de lo que solía a diario y se peinó bien, estirando las ondas rebeldes. Hoy era el día. Calzaría un tacón discreto. La mente ya la llevaba preparada.
Salió del metro y se encaminó al elegante edificio del Paseo de la Castellana por la acera, tan ensimismada que no vio a su compañera, que venía a lo mismo y también más emperifollada que nunca. Las dos igual. Camino de la construcción de mármol negro.
En la sala de espera todo eran nervios. Y preguntas. Y El País sobre la mesa.
Y en la sala de la entrevista todo eran formalidades. Y más preguntas. Muchas. Alguna jodidas. A pillar. Y actualidad, y asuntos de derecho, y ante todo, mucho Periodismo. Y la repasaron de arriba abajo, y la sonrieron y la examinaron como se coge a un bicho raro con unas pinzas y se pone debajo de un microscopio mientras se toman notas en una libreta. Y ella aguantaba el tipo, sentadita con las piernas cruzadas, con una sonrisa agradable y simulando que no se moría por dentro, mientras intentaba convencer a aquellos desconocidos de que era, sin lugar a dudas, digna merecedora de una de esas escasas 30 plazas por las que la gente se pegaba.
Y de nuevo en la sala de espera, tensión. La azafata que se chiva: "He oído que han dicho que les gustas".
Cuando salieron a la calle, las dos amigas se abrazaron. Sea lo que sea lo que depare el 15 de diciembre, pasaron cada fase del tedioso proceso juntas. Y lo intentaron juntas, y cada una ayudó a la otra. Y ojalá juntas entren allí.
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