Porque a veces no sobran las palabras, ni las bonitas... ni las feas.
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lunes, 20 de octubre de 2008

El reinado del terror

Carolina Corday estaba asustada.



Cuando llegó a París, el puñal oculto entre sus dos pechos, tenía un objetivo y una determinación, que no eran más que hacer justicia y matar a aquel hombre. Jean Paul Marat. Aquel ser frustrado y obsesivo que desde su periódico, El amigo del pueblo, clamaba por el ajusticiamiento de medio país; peticiones que, por desgracia, eran escuchadas y atendidas con placer y fervor por los seguidores de los jacobinistas. "Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas", que decía Santa Teresa.



Marat dejaba transcurrir aquellos días de la Revolución Francesa dentro de su bañera de aguas medicinales, pretendiendo que el agua fría le calmara los picores de su piel, enferma desde que años atrás tuviera que ocultarse en las cloacas parisinas. Improvisaba un pupitre a su vera y, pluma en ristre, plasmaba con ella sobre el raído papel sus calumnias y sus amenazas.



Carolina lo halló así, sumergido y semi-desnudo, cuando llegó a la casa del escritor. La excusa la traía preparada; el puñal, también. En la habitación flotaba una nebulosa pátina, y un olor acre la tentó a retroceder. Marat la miraba fijamente desde aquella posición suya ligeramente recostada, con los ojos llenos de desconfianza y suspicacia. Carolina pestañeó suavemente y ante su tímida y estudiada sonrisa, los músculos de Marat se relajaron. Fue entonces cuando enarboló en su mano un manojo de papeles: la razón de su visita. En esas hojas se suponía que estaban escritos los enemigos de Francia que era necesario ajusticiar, y Marat codiciaba nombres nuevos y sangre fresca.



Jean Paul tendió su húmeda mano y tomó el manuscrito. Se mordió el labio inferior y comenzó a hojearlo con avidez. Era el momento, y Carolina no tenía un segundo por desaprovechar. Aguantó la respiración y, deslizando la mano bajo su blusón, sacó el puñal sigilosamente. Marat tenía la cabeza gacha, como un niño pequeño al que su mamá le está echando una regañina, y la nuca se mostraba blanca y huesuda. La joven simuló que se aproximaba por la espalda para ver las hojas por encima de la cabeza del periodista, y en un instante, con los dedos crispados sobre el mango del puñal, le atestó una certera cuchillada en el pecho, limpia, rápida, mortal. Los ojos de Marat la miraron por un segundo, incrédulos, y quedaron huecos inmediatamente después.



Carolina Corday nunca opuso resistencia, ni cuando la detuvieron, ni cuando la juzgaron, ni cuando la ajusticiaron. Esta girondina sólo pretendía que, con su asesinato, se diera por finalizada la larga cadena de muertes que la revolución había traído: fue en vano.






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