Porque a veces no sobran las palabras, ni las bonitas... ni las feas.
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miércoles, 8 de octubre de 2008

Consecuencias de la era moderna

Esta mañana me levanté temprano y temprano salí a la calle. Las nubes de la noche anterior habían dado paso a un día frío y tímidamente soleado. Cuando llegué a la Clínica, eran alrededor de las 11. Llevaba en el bolso la vacuna contra la gripe, contra ese mal con cepas australianas que nos promete días de temblores y profundo malestar. Estaba envuelta y fresca, recién sacada de la nevera de la farmacia. Lista para ser inyectada.


Cuando entré en el edificio, me senté a esperar a que me atendieran. En la sala, sólo una pareja de ancianos y yo. Los mañaneros de la salud. Y sin previo aviso, fue cuando él apareció, vestido con unos pantalones de chándal y un forro polar azul. Era un hombre joven y moreno, con la mano derecha envuelta en una gasa completamente ensangrentada. Estaba mareado, consternado y había perdido el sentido de la orientación, por lo que el médico, un entrañable anciano canoso, le sujetaba de ambos hombros con sus manos y lo guiaba hasta una sala de curas. Entre tanto, sus palabras eran:


- Por allí, hombre. Cálmese. Tenemos que verle ese dedo machacado y comprobar si hay astillas de huesos en el interior.


Dejó al herido con otra doctora y comentaron que había sido un accidente con una máquina que se le había escapado de las manos y había ido a parar a su dedo anular derecho para destrozárselo. Luego salió de nuevo a la sala de espera. Era él quien iba a vacunarme.


Aún me pregunto qué ha sido de él, y de su dedo anular.

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