Porque a veces no sobran las palabras, ni las bonitas... ni las feas.
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miércoles, 8 de febrero de 2012

Once kilómetros

Echó a caminar sola, dando comienzo a un largo paseo. Apenas llevaba unos pasos cuando fue consciente de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que vio el mar. Aquella tarde, un frío sol de invierno iluminaba las calles, y los edificios se beneficiaban de esa luz melosa del atardecer que repercutía contra sus fachadas. El ensanche izquierdo barcelonés concentraba la esencia de un pueblo en un barrio de gran ciudad, en el que desfilaban las pequeñas peluquerías, las tiendas de ultramarinos y donde un frutero iba poniendo fresas en la mano de un niño mientras le propinaba palabras cariñosas en catalán. Desde Avenida de Roma se adentró en la calle Aragón. Pasó delante de Los Salesianos de Llúria a la hora de la salida del colegio, y la acera se llenó de niños insolentes que gritaban complacidos por sus juegos y obstruían el paso a los viandantes. Cuando alcanzó la torre Agbar se sorprendió de lo mucho que había caminado, y comenzó el descenso hacia el mar hasta que alcanzó a verlo, iluminado por una luna llena enorme y con la orilla salpicada de olas que rompían con bravura, elevando un penacho de espuma blanca. El anochecer había bajado las temperaturas hasta el extremo de que estaba pasando frío, y los corredores se alejaban dispuestos a dar por concluido su afán deportivo. Aún así, tozuda, atravesó la Barceloneta y se adentró en el barrio Gótico, donde un borracho orinaba con prisas y sin vergüenza contra una esquina. Dejó atrás la sordidez de las oscuras callejuelas y vino a acabar a la Puerta del Ángel, corazón comercial de la urbe. Decidió que era hora de volver a casa, y lo hizo con el convencimiento de que la alegría y una clase de felicidad extraña, tímida, estaban colándose de nuevo en su vida.

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