
Hace poco más de una semana regresé y vi de nuevo caras de manzanareños que siguen siendo mis amigos a pesar de que hace tanto que me marché. Otra vez recorrí el camino que todas las mañanas seguía para ir al colegio, y observé desde fuera el balcón de la que fuera mi casa. Paseé por el parque del Polígono, y vi que pocas cosas habían cambiado. Pregunté por personas de las que hace mucho que no sé nada, y me dijeron que algunas seguían igual, que otros se habían marchado, y que otros tantos habían cambiado tanto que incluso hay quien a día de hoy tiene un bebé.
Encontré el agujero de un árbol donde Alexandra y yo metiamos papelitos que contenían nuestros deseos y monedas que los harían realidad. Descubrí que la calle empedrada ya no tiene las baldosas blancas y rojas que jugaba a sortear según su color. En los antiguos cines ahora existe una perfumería. Yolanda cambió de casa; Perete, aquel viejito gruñón del kiosko, ya se murió. Y el pueblo allí sigue, con sus abundantes casitas encaladas, rodeado de llanuras cubiertas de vid, esperando las caras nuevas que están por nacer y las antiguas que allí moran o que retornan para un sorpresivo recogijo del alma.
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